Toda
nuestra vida ha girado siempre alrededor de mi madre, mi familia es un
matriarcado. Somos seis hermanos y ella nos sigue moviendo como marionetas, a
pesar de lo viejos que somos ya. No saltamos en la medida en la que lo hacíamos
antes, porque somos adultos y tenemos nuestras obligaciones, pero intentarlo,
lo intenta.
Cuando
yo era chica, como soy la segunda -y ya he dicho en anteriores crónicas que era
muy tranquila-, mi madre me tenía de apoyo para la casa, y a la mayor, que siempre ha sido más
bichillo y rebelde, la puso a trabajar
en cuanto tuvo edad, pa´ ayudar a mantener a la tropa.
Cuando
mi madre se encontraba mal y se quedaba en cama, -casi siempre por un mal preñao-, y es que pasaba unos embarazos
malísimos, me decía: -“Paqui tráete la cacerola, que hoy vas a poner tu las lentejas,
que yo no tengo cuerpo, pero va a venir tu padre y no va a estar la comida
lista”-. Le acercaba la cacerola a la
cama y me decía: -“La pones de agua hasta aquí y me traes el aceite”-, me
indicaba cuánto aceite, medio tomate, medio pimiento, media cebolla, una cabeza
de ajo quemá, un chorizo, una hoja de
laurel y la sal se la ponía ella. Luego se añadía o bien patatas o bien arroz,
dependiendo de lo aguachirná que
salieran. Las lentejas las vendían a granel y se compraban en cartuchos de
papel, y había que espulgarlas porque venían sucias de piedrecillas, palitos,
arvejas… Al principio le preguntaba a mi madre: -“mamá, ¿esto es una lenteja o
una arveja?”, hasta que aprendí a conocerlas y las iba quitando.
Según
me iba haciendo mayor, -y ella seguía trayendo niños al mundo-, me enseñaba a
cocinar cosas más complejas. Si había que hacer un refrito pa´ los fideos guisaos ya era más complicado, porque
hablo de que yo tendría unos diez o doce años y al principio eran guisos como
lentejas o patatas, pero nada de fritos, no me fuese a quemar con el aceite.
Todas las legumbres en general había que limpiarlas, porque venían en sacos a
granel y traían ramillas o piedrecillas. La mayoría de las comidas en aquella
época eran o guisos o cocidos de olla, según temporada. Si te comes un guiso de
fideos en verano no sabe igual que en invierno, porque la verdura de
invernadero no sabe igual, no es lo mismo. Así aprendí mis primeros
conocimientos de cocina, por necesidad y obligación, que es la manera en que mejor
se te quedan las cosas.
Muchos
días mi madre me dejaba sin colegio porque no se encontraba bien y necesitaba a
alguien en casa que le ayudase con los mandaos,
la comida, la limpieza… y a mí que los libros me traían de cabeza, que no me
gustaba estudiar, vaya, prefería quedarme en casa y ayudarla, porque cuando
tenía que estudiar para un examen, siempre me dolía la cabeza. Mi madre me
llevó una pechá de veces al oculista
y no tenía nada. En cambio cuando explicaba el profesor una lección, se me
quedaba fijo. Todavía recuerdo la lección que nos dio D. Vicente en el
instituto Rio Verde acerca de la reproducción de los helechos por esporas, que
me tuvo aluciná un tiempo y seguro
que saqué buena nota si cayó en el examen.
A la
hora de comer, nadie protestaba. Todo estaba buenísimo, como si lo hubiese
hecho mamá. Por eso, cuando me casé, siempre me sobraba comida. Me perdía en
las cantidades. Eso de pelar dos patatas no me salía, cuando cogía el cuchillo y me daba cuenta y paraba, ya tenía
tres kilos de papas pelaos en un momento. Y hasta hace dos días mi hija me decía
que hacía de comer pa´ invitar a todo el bloque.
Yo
no he leído libros de cocina, pero sé que no me pueden faltar ajos, cebollas,
patatas, zanahorias, puerro, apio, tomates, pimientos… pa´ poder pensar en
hacer un menú, sea de carne o de pescado. A mí cocinar me relaja mucho, tengo
una gran cocina con vistas, pongo musiquita y si se me va un poco la olla,
escribo una crónica.