Aquí
estoy, toa solita por la mañana, fregando
como una loca con el amoníaco, porque los bichos me comerán cuando me muera,
pero ahora no los soporto. Las arañas, hormigas, mosquitos y cortapichas, les tengo declarada la
guerra y voy a muerte con ellos, así que sudando la gota gorda por el canalillo
abajo y armada con trapo y fregona, la radio puesta y el magín dándole vueltas
a una frase, que por lo visto es antigua y ahora mi querido esposo, después de
una discusión sobre nuestros orígenes, me ha espetado: -“no, si ya lo decía mi
padre, que a los de la mar, palos y pedrás”-.
¡Qué fuerte, qué fuerte, qué fuerte!, todavía estoy conmocioná. ¡Y me lo ha repetío!, a los de la mar, palos y pedrás.
Me
cuenta que en su niñez el padre tenía no se qué huerta en la que sembraba, y
cuando recogía la cosecha de verano para vender los melones, se quedaban toda
la noche en una especie de choza hecha para aguantar la cosecha mientras se
vendía, y dormían ahí. Que su padre le había quitao a la gente de la mar mucha hambre con los melones y que a
cambio la gente de la mar le daba a su madre un cubillo con algunos pescaíllos. ¡Qué fuerte, qué fuerte, qué
fuerte, estoy endemoniá!. No sé si meterme
en el google para ver cuántas calorías y cuantas vitaminas tiene un melón y un
pescado, pero ¡ já! todo el mundo sabe que la fruta de verano en su mayoría es
agua, que te hartas con una sandia gorda y a la mijilla te hartas de mear, y lo único que has hecho es lavarte las
tripas, ¿o no?. Y un pescaíto recién cogido de nuestras costas, no tiene precio.
Pero
bueno, como decía mi padre, qué mala es la hambre, y sobre todo, qué mala es la
memoria. Pero peor aún es la falta de respeto. Nunca he visto un eskimo, no sé
lo que es, si acaso me imagino el chozajo de palmas que se hace en los campos
en verano para vender los melones. Todo tiene su mérito. Él se habrá deslomao en el campo arando y recogiendo
habichuelillas, habas y vendiendo melones, pero yo he visto a mi padre llegar derrengao después de toda una noche en
la mar, limpiar las redes, llevar los cubos o las cajas de pescao a la fábrica de hielo a por un par de barras de hielo picao pa´ que aguante el pescao y llevarlo al mercao
pa´ venderlo, y luego a remendar toda la tarde porque, o bien las redes se
quedaban cogías en una roca, o se les metía un marrajo y les rompía tó el arte de la pesca, y entonces, ¿vale
menos ese cubillo de pescao que con
tanto menosprecio nombra mi querido esposo que un melón o sandía, por mu gordo que sea?.
Y
por lo visto, cuando venían los temporales y los barcos no salían, la gente de
la mar se tiraba al campo a ver si podían arañar alguna batata o unos higos,
como en todos lados. No sé si en alguna crónica he comentado que la jefa de
enfermeras de Incosol era valenciana y que cuando entraba en la oficina y
habíamos comido una naranja a media mañana, decía: -“aquí huele a pobre”-, y yo
no sabía a qué se refería, hasta que me explicó que en la posguerra los pobres
sólo comían naranjas de las huertas valencianas y a ella le quedó aquel dicho,
igual que el que me ha dicho mi esposo. Pero me lo ha dicho a la maldad, ¡así
que se atenga a las consecuencias...!